24 de abril,2019.-
Por: Isabel Restrepo de Torres*
Se cumplen 51 años de la muerte del sacerdote Camilo Torres Restrepo. El Espectador reproduce este artículo escrito por su madre y que hizo parte del libro: “Camilo, obras del cura revolucionario” publicado en 1968.
“Fue un niño criado, como lo son todos los niños por sus madres: con amor. Nació en un hogar burgués… por desgracia. Mi marido era médico especialista en Pediatría. Por este motivo, por el contacto permanente a que su profesión lo obligaba, con niños que padecían –muchas veces- enfermedades contagiosas, su preocupación constante, casi una obsesión, era prevenir el hecho de que Camilo contrajera una enfermedad. Yo, accediendo a la aprensión del padre, cuidaba que Camilo no se reuniera con los pequeños que visitaban el consultorio.
Recuerdo una anécdota que me quedó grabada y a la que los hechos posteriores dieron verdadera relevancia. Es un recuerdo de su primera infancia. No lo encontré en toda la casa y salí en su búsqueda. Desde la puerta lo vi jugando con un niño de esos que en aquella época llamaban en Bogotá “chinos de la calle” (ahora la burguesía de mi país está más fina, les dicen “gamines”, término importado de USA, por más datos). El chico estaba sucio, harapiento y lleno de granos. Llamé a Camilo y lo increpé: “¡deja a ese chino y ven a casa!”. Trayendo al chico tomado por los hombros, se acercó muy serio y me dijo: “No mamita, no lo voy a dejar, él es mi amigo, MI AMIGO”. Y luego, como recordando algo importante, agregó: “y no es un chino de la calle, es un muchacho como todos, todos somos niños”.
Y hubo también lo que sucedió un mediodía, por aquella época. En Colombia, la comida que sigue a la sopa la llamamos “el seco”. Estábamos todos sentados a la mesa cuando sonó el timbre. Era una persona que pedía se le diera algo de comer. No había nada –se le contestó-. Camilo suspendió el viaje de su cuchara de sopa. Me miró muy triste y murmuró: “¿Por qué lo han dejado ir?; yo tengo ‘mi sequito’”. Y pasaron los años y yo seguí aprendiendo con mi hijo.
Llegó su primer día de escolar. Nuestra familia siempre fue anticlerical; siempre tuvimos aversión a todo lo que oliera a sotana. Decidimos enviarlo a la Escuela Alemana, por su carácter laico y los estudios completos que impartía. Recomendé a su hermanito mayor: “cuida a Camilo, ve que no le pase nada”. Fue un alemancito sin duda quien habló mal de Colombia. Camilo, al final de la lucha, le tumbó dos dientes. Cuando volvieron a casa, mi hijo mayor me dijo: “Mamá, a Camilo no hay que cuidarlo, a los que hay que cuidar es a los otros”. Pienso cuánta razón tenía: a Camilo no hay que cuidarlo: que se cuiden los otros, los que están contra todo lo que él ha contribuido a defender.
A consecuencia de la guerra fue cerrado el Colegio Alemán y Camilo ingresó al Colegio del Rosario para cursar Liceo. Por cierto que allí no se destacó como un estudiante brillante. Perdió su cuarto grado. Es que hacía tantas cosas: Practicaba con entusiasmo varios deportes, se iba de campamento y organizaba veladas; actuaba en sindicatos estudiantiles y hasta llegó a agremiar a niños limpiabotas. Por último se inició en el periodismo. Sí, escribía, financiaba y hasta repartía un periodiquito que se llamaba “El Puma” y en el que bajo su título decía: “Diario semanal, aparece cada mes”. Siempre fue tan ocurrente.
Repitió el cuarto grado en Liceo Cervantes. Al iniciar el 6° grado nos prometió, a sus padres, obtener buenas calificaciones. Cuando finalizó el curso fuimos felicitados por los profesores: había sido el mejor alumno. Yo, sorprendida, seguía descubriendo a mi hijo. Eso sí, nada de cambiar su carácter; seguía siendo el muchacho alegre, amigo de chanzas y de músicas. Entraba a la casa y todo parecía que reía.
Quiero que lo sepan. Iba a fiestas, tenía varias noviecitas a la vez. Por eso, cuando leía la carta en la que se despedía y en la cual me decía por primera vez su decisión de dedicarse al sacerdocio, no podía creerlo. Averigüé la hora de salida del tren. Lo ubiqué cuando ya estaba por partir. Le dije: “ven a casa”.
Estaba tan decidido que no aceptó razones. Entonces, desesperada, agregué: “Partes tú en ese tren y será ponerme yo delante de la locomotora”. Me respondió apesadumbrado: “Si está de Dios, deberá pasar eso”. Entonces, ya sin razones que le satisficieran me impuse: “Eres menor y tengo detectives a la puerta de la estación. Hasta los veintiún años tendrás tiempo a pensarlo”. Fue la primera vez que Camilo sufrió cautiverio.
Después, cuando mayor, llegaron sus años de seminario. Siete años, durante los cuales los domingos lo visitaba. Y no hubo domingo que no le preguntara: “¿cuándo dejas esto?, ¿cuándo vuelves?”.
Poco tiempo antes de tomar su investidura, me dijo: “Mamita, este es mi camino. Si me fuera, ¿a qué podría aspirar? Tú me dirás que si quiero hacer algo por la patria, a Presidente de Colombia. Pero para llegar a ello, dadas las estructuras actuales, sería por estar al servicio de los que repudio. Y luego de llegar, nada positivo podría hacer. Yo elegí el Gran Patrón, y así las cosas, él siempre está de acuerdo y me aprueba. Porque yo sigo y seguiré el camino de Cristo. Soy cristiano y para mí todo es claro. Ser cristiano es querer la justicia; ser cristiano es saber amar.”
Con el tiempo iba a agregar: “Ser cristiano es ser uno más entre todos los que luchan contra la injusticia; no hay otra opción para los que amamos a los demás”.
Después que lo mataron, yo reclamé los restos mortales de Camilo. Quería darle sepultura cristiana. Estaba equivocada. Donde esté mi hijo, tiene sepultura cristiana.
Ya sacerdote, fue enviado a Lovaina a estudiar sociología. Había realizado sus estudios brillantemente, a tal punto que el Cardenal Luque le adelantó la ordenación. En París trabajó con el Abate Pièrre. Recogía basura, vestido como obrero. A esa tarea se dedicaban personas marginadas, exreclusos los más. Sus compañeros le llegaban a preguntar cuántos años de presidio había tenido. Para no herirlos, nunca les confesó su calidad de sacerdote.
Cuando regresó a Colombia fue nombrado Capellán de la Universidad Nacional, cargo que más tarde perdió por defender a dos estudiantes expulsados. Luego fue fundador de la Facultad de Sociología y decano de la Escuela Superior de Administración Pública. Después, yo creo que a consecuencia de sus visitas de muchacho al Llano, fundó en Yopal una Granja Experimental. Porque según yo supe después, fue en el Llano, ante esa inmensidad silenciosa, que resolvió darle sentido a su vida. Fue en el Llano donde encontró a Dios. Allí estaban, dijo: “Tantos dones a repartir y tantos hombres excluidos”.
Fue allí donde deseó, por primera vez, la reforma agraria. Cristo reafirmó su deseo de accionar por los humildes. Y el amor por los despojados lo llevó a considerar, como expresó: “que sólo con la toma del poder por la clase popular se cambiaría eficazmente la situación”.
Cuando volvió a Bogotá, los estudiantes, los que siempre lo llamaron sólo “Camilo”, habían organizado un recibimiento en su honor. Pero se había decretado el estado de sitio. Habían matado dos estudiantes. La reunión se transformó en un acto de protesta en el cual Camilo pronunció su primer discurso político, netamente político.
Varias habían sido las observaciones que la jerarquía eclesiástica había hecho llegar a Camilo. Las presiones eran tales que decidió pedir una entrevista con el Cardenal Concha. Solo y por única vez obtuvo una entrevista de cinco minutos. Camilo le rogó que le indicara cuáles eran sus tesis equivocadas y en qué puntos eran inconciliables con la doctrina cristiana, ya que de resultar así, se retractaría. Sólo obtuvo de res-puesta del Señor Cardenal: “El clero no debe inmiscuirse en política, además, yo no discuto con mis sacerdotes”.
Camilo renunció a su investidura. Sufrió mucho. Su pesadumbre no era por estar impedido de realizar sus prácticas exteriores de la función, sino porque le negaron oficiar la Misa. No fue autorizado ni siquiera a hacerlo para sí, pese a ser este su único reclamo. Luego pasó lo que ustedes saben. Se fue a la Sierra. Un tiempo antes vino y me dijo: “Tú estás conmigo, ¿verdad?” Yo le contesté: “Sí, hijo, enteramente”. Y él entonces me preguntó: “¿Hasta las últimas consecuencias?”. “Sí, hasta las últimas consecuencias”. “¿Hasta la muerte, mamita?”. “No, Camilo: hasta la muerte no, hasta más allá de la muerte”.
Para mí no fue el 2 de febrero de 1930 que nació Camilo. Para mí fue el 15 de febrero de 1966, el día que ellos lo mataron. Desde ese día mi corazón y el suyo son un mismo corazón, es más, el corazón que llevo es el suyo. Con ese corazón puedo brindar mi amor a todos los que aman la justicia”.
*Este artículo hizo parte del libro: “Camilo, obras del cura revolucionario”, Ediciones Cristianismo y Revolución, Buenos Aires, Argentina, 1968.